Ahora que todos los días un parte de muertes oscurece el amanecer, la humanidad es el último asidero que nos queda. Más que el desahogo de la rabia o el consuelo de las promesas, son las personas quienes nos sostienen. El gesto individual que nos ayuda a seguir adelante y el esfuerzo colectivo que impide el colapso. Al final de esta larga marcha contra la pandemia no solo será el momento de valorar las decisiones, también de reconocer a quienes han evitado que todo se vaya al traste. Entre ellos, los médicos, profesores, equipos sociales, fuerzas de seguridad… Trabajadores públicos que, agrupados bajo la denominación de funcionarios sin demasiados distingos, soportan con frecuencia la exigencia general y el olvido político. Su labor luce menos que una obra, excepto cuando nuestra vida, como ahora, depende de ella. Y nos damos cuenta de que tenemos médicos capaces de trabajar sin protección para salvarnos, profesores que se preocupan por nuestros hijos incluso confinados y policías a los que aplaudimos en la calle sencillamente porque nos reconforta verlos. En el drama del coronavirus hemos encontrado la vacuna contra muchos tópicos.