Sin cerrar el capítulo del drama, nuestros políticos han abierto un circo en el Congreso. Las actas de las comisiones para la reconstrucción de un país maltrecho y angustiado han registrado más insultos que ideas. Acusaciones de golpes de Estado, descalificaciones personales, denuncias estentóreas, injurias a las familias, marquesados y ecos cuarteleros. Aunque no es España una excepción en un mundo convulso, muchos discursos resuenan trasnochados ante una realidad que dispara los cambios y agiganta los problemas. El estado de alarma no puede ser una coartada para la mordaza; tampoco un salvoconducto para la infamia. Ante el virus de sacar rédito de la crisis no inmunizan ni los deberes de gobierno ni la responsabilidad de la oposición. La memoria de algunos, incluso para recordar el miedo que han pasado, es frágil, y la ambición no hay pandemia que la mate. Cabe asumir que es la condición humana, compartir los argumentos, entretenerse con el espectáculo o preocuparse de estar en sus manos. En democracia, los ciudadanos tienen derecho a tomarse a los políticos como les da la gana y a cambiarlos con su voto cuando consideran. Pero a quien nos representa, si no alcanza a ser útil, cabe pedirle al menos que se lo tome en serio. Por respeto.