El Gobierno ha creado un fondo de diez mil millones con el que aliviar la situación de empresas estratégicas, un concepto en el que se agrupan aquellas esenciales por lo que producen o imprescindibles por cuánto suponen. La pandemia, que ha demostrado nuestra capacidad de aguante y superado la definición de incertidumbre, ha borrado de un plumazo los principios económicos asumidos por el Estado durante años. Después de desprenderse de casi todas sus participaciones empresariales, unas veces para hacer una caja fácil, otras por ahorrarse gastos y críticas, el actual Gobierno parece decidido a desandar el camino en el que sus predecesores empeñaron décadas. No para desafiar los cánones establecidos, sino al menos por dos cuestiones evidentes. La primera, la urgente necesidad de frenar el incalculable golpe de la recesión. La segunda, el amparo de una opinión pública para la que sostener la propia economía y reducir la dependencia del exterior se ha hecho dramáticamente comprensible y prioritario. Pero la intervención estatal despierta dudas. Ideológicas, en quienes desconfían de la intromisión pública en las empresas. Y prácticas, vistos los demasiados ejemplos de la capacidad estatal para fundir ingentes presupuestos con gestiones poco meritorias. Sin embargo, no es el modelo el que está condenado al fracaso. Al contrario, puede suponer una salida para empresas sin ninguna otra. Bastaría con aprender de los errores.