Ni siquiera una pandemia ha terminado con la arraigada costumbre de los políticos de tirotear al mensajero. Una parapeto habitual ante sus propios errores o cuando la realidad, tozuda, contradice sus palabras. La perdigonada al periodista en ese contexto es un recurso habitual, que suele tener el mismo efecto que los escupitinajos a las nubes. Pero forma parte de la cotidiana, incluso saludable, realidad de la comunicación. Más debería inquietarnos si los periodistas y políticos coincidieran en un constante intercambio de parabienes del que solo puede presumir el totalitarismo.
La llamada a fustigar a los periodistas no sorprende, pero deberían preocuparnos sus razones. Obviar que cualquier comunicador se somete a diario y en cada palabra al escrutinio público solo se entiende por un alarmante desconocimiento, la autodivinización o el deseo de ir más allá, hacia una cacería del discrepante, una tentación en la que caen no pocos políticos sin distinción de siglas. Más infrecuente es que todo un vicepresidente del Gobierno asuma la ‘naturalización’ del insulto como el precio obligatorio de la vida pública. Indica la altura en la que la política española ha situado el listón intelectual y de su educación. Si la exigencia para participar en el debate público es asumir lo consustancial del insulto, alguien debería pulsar el botón de alerta de la democracia.
Ilustración: José Ibarrola