Un veterano y taimado socialista gijonés, experto en supervivencia política, tenía un consejo para los concejales de su partido que llegaban a la Corporación: “Puedes hacer lo que quieras, menos en El Molinón y en el Muro”. Cambiar los símbolos, siquiera abrir el debate sobre su reforma, era un coto reservado al alcalde en el que había mucho que sopesar. La inactividad del lado sombrío del Muro siempre ha contrastado con la estima de los ciudadanos por el paseo junto a la playa como un desafío para el regidor de turno. Pero desde que Álvarez Areces se fue corriendo a Madrid para rebañarles a los gallegos el presupuesto para una reforma, la actuación más destacada se había limitado al tramo de carril bici que inauguró Carmen Moriyón. Proyectos hubo, pero todos acabaron en un cajón. Unos porque no superaban el concepto de idea feliz, otros por la falta de mayoría suficiente. El reto siguió pendiente por el alto riesgo de descalabro político. La urgente necesidad de evitar aglomeraciones y abrir espacios a los peatones en la ciudad durante la pandemia ofreció al Ayuntamiento de Gijón una ocasión excepcional. La decisión de la Alcaldía y su socio de gobierno ha sido audaz y ha reducido los indeseados colapsos de caminantes, patinadores y ciclistas. Pero no había tiempo para debates, así que la estrategia se limitó a reducir el tráfico y aguantar las quejas. Un test atrevido, más en una ciudad con carácter como lo es Gijón. Transformar el Muro exige valentía, pero también un plan que beneficie a la mayoría de los ciudadanos, capacidad de gestión y el presupuesto necesario para realizar el proyecto perdurable que los gijoneses merecen. Otra cosa se quedaría en un remiendo, aunque aún peor sería el inmovilismo.
Fotografía: Damián Arienza