Como en el anticipo de un armisticio, Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso enseñaron sus banderas –no cabía otra–, mostraron cortesía, exhibieron su poder, designaron negociadores y regresaron a sus cuarteles. Lo que algunos llamaron tregua se quedó en una foto, una comisión hasta ahora inútil y una promesa de colaboración. Ayuso, con temor a una debacle económica y al desgaste político, ignora las recomendaciones del Gobierno. Sánchez alerta de los riesgos, aunque se resiste a tomar las riendas mientras las encuestas le amparen y su enemigo trastabille. Ambos proclamaron su preocupación, pero han perdido un tiempo precioso con apelaciones a una unidad por la que nada han hecho. Con las banderas aún sin arriar, sus entornos, como el argot político define ahora a los esbirros, se dedicaron a volar los puentes sin contemplaciones. Ni siquiera una pandemia consigue poner de acuerdo a nuestros políticos. Al contrario. Aún encuentran tiempo para dinamitar las instituciones del Estado. Tanto es así, que a algunos artífices de la democracia les cuesta reconocer su obra. No es lo más preocupante. La evolución no es buena ni mala por definición, sino por nuestras acciones. El problema es estar dispuesto a dejar que arda la casa con tal de quedarse con el solar.