Las deliberaciones del Supremo sobre los insurrectos del ‘procés’ se han plasmado en una sentencia de corte aristotélico, la búsqueda de un equilibrio que garantizase la unanimidad, redujera las probabilidades de los recursos y castigara los delitos con pruebas suficientes. Como cabía esperar, no ha contentado al independentismo. Los separatistas han sembrado durante meses en la sociedad catalana la falacia de que la única pena asumible era la de desórdenes públicos. Una pretensión que los abogados de cabecera del secesionismo avalaban, pero no la ley ni el sentido común. Si hubieran sacado tanques a la calle, los testaferros de Puigdemont solo hubieran aceptado una multa de tráfico. Su estrategia de tensar la cuerda y alimentar el caos para culpar al Estado de su propia irresponsabilidad estaba marcada mucho antes de que se conociera la redacción de la sentencia. El fallo tampoco ha contentado, ni de lejos, a quienes reclamaban una condena por rebelión que mantuviera en la cárcel a los acusados hasta que nos olvidáramos de su existencia. La pena por sedición abre la puerta a unos beneficios penitenciarios que con las competencias en manos de la Generalitat se dan por descontados y que indignan a muchos. Con todo, el fallo ha dejado claras dos cosas. La primera, que cometer un delito no sale gratis. La segunda, no menos importante, que los tribunales están para impartir justicia, pero no para sacar las castañas del fuego a los partidos.
La respuesta política ha sido, por desgracia, también previsible. El atisbo de un cierto consenso apenas duró veinticuatro horas. Los líderes políticos, de facto en campaña electoral, comenzaron a mirar por el retrovisor de las encuestas en cuanto estallaron los disturbios. Cualquier esperanza de respuesta conjunta ante el separatismo tendrá que esperar tiempos mejores. La España política del café para todos toma ahora soluble. Recetas rápidas, que se disuelven con facilidad, se sirven muy calientes y caducan en la próxima cita electoral. La reacción de los partidos oscila entre el ‘buenismo’ de la inacción y la declaración del estado de excepción en Cataluña con todos los matices, que son muchos, entre ambos extremos. Con la España que defiende la unidad más desunida que nunca, la iniciativa queda en manos de un president con ínfulas mesiánicas que reparte gasolina a los pirómanos por la mañana y pide calma por las noches, encargado por mandato legal de velar por la seguridad y dispuesto a purgar a los policías bajo su mando por hacer su trabajo. El independentismo continúa empeñado en su desquiciada carrera hacia el precipicio, pero quienes deben impedir que arrastre a la sociedad catalana en su caída ni siquiera han decidido aún si la solución es un muro de contención o un puente para salvar el abismo. Y así, lo más probable es que nos despeñe a todos.