En el siglo XVII, el médico Pedro Castaño alcanzó cierta notoriedad por su remedio para prevenir la peste. El ungüento que concibió incluía mirra, azafrán y veneno de víbora. Tras aplicarse una friega en el pecho con este potingue, aconsejaba lavar las manos con una loción de agua, vino o vinagre perfumada con pétalos de rosa. Su receta no evitó ningún sufrimiento, pero pasó a los anales de la medicina como una cándida e inútil anécdota. La sugerencia de Donald Trump a los científicos de buscar fórmulas para inyectar lejía en vena o radiar calor al interior del cuerpo humano con el fin de aplacar a los virus carece de la excusa de la ignorancia atribuible al antiguo galeno. Además de irrisoria, lo que mantiene a salvo a cualquiera con dos dedos de frente, la ocurrencia del mandatario norteamericano, pronto rectificada, evidencia una de las constantes de las pandemias en la historia: el pulso entre la medicina y la superstición, entre la implicación y el oportunismo. En las grandes crisis sanitarias, el ser humano tiende a superarse, pero también proliferan los medicamentos milagrosos, las recetas económicas mágicas y las visiones proféticas de expertos de ocasión y políticos sin escrúpulos. El coronavirus es inmune a ellas, pero por desgracia son nocivas, incluso letales, para el ser humano.