La salida del Rey Emérito, una operación forzada y sin hilvanar entre el Gobierno y la Casa Real, ha puesto en evidencia la torpe maquinaria del Estado en el peor momento posible. La operación para que el monarca pretérito abandonara el país debía poner de manifiesto su intención de prestar un último servicio a la Corona, el sacrificio de Felipe VI, que por más rey que sea también es humano y ha tenido que asumir el exilio de su padre, y la capacidad del Gobierno para sostener las estructuras democráticas. Todo se fue al traste con una sola frase del presidente. «No tengo ese dato». Esa fue la respuesta a la pregunta más obvia: ¿Dónde está el Rey ahora? Pedro Sánchez se amparó luego en la lógica reserva de las conversaciones privadas que mantuvo con Felipe VI. Pero a nadie se le escapa que una cosa es contar lo que se han dicho, si fuera el caso, y otra negar a los ciudadanos el derecho a saber las condiciones en las que se encuentra quien fue su Rey más querido hasta que las cloacas del Estado comenzaron a desaguar. De todas las respuestas posibles, Sánchez eligió la única que un jefe de Gobierno no puede dar: la ignorancia. Y con ello, la monarquía ha quedado como una institución oscurantista o supeditada a los caprichos de un rey que ya no reina. Esta democracia, que tiene no poco que atender con una pandemia, una crisis económica sin precedentes y una estructura territorial que se resquebraja, merecía una respuesta mejor.