CUANDO LA CONFIANZA ARDE

Una chispa que saltó a una casa situada extramuros desencadenó en la Nochebuena de 1521 un fuego que arrasó Oviedo. Solo el llamado ‘tercio episcopal’, protegido por la muralla, se salvó de la quema. La reedificación que exigió la tragedia tuvo un carácter casi fundacional de la ciudad moderna. También la construcción de la Catedral quedó marcada por las llamas. Los ovetenses no solo reanudaron las obras, sino que introdujeron en ellas el Renacimiento. Ya en 1928, el incendio de la casa de Camilo de Blas mantuvo en vilo a los ovetenses y el agua en la ciudad tuvo que ser cortada para sofocarlo. Durante la revolución de 1934, ardieron el convento de los Carmelitas, el Teatro Campoamor y la Universidad. Y en 1936, los defensores llegaron a utilizar los incendios como arma de guerra. En uno de ellos falleció el capitán Almeida, alcalde de facto de la ciudad, cuando intentaba sacar la munición almacenada en un inmueble. Oviedo ha tenido que reconstruirse en muchas ocasiones desde los escombros que ha dejado el fuego en su historia.
El pasado 7 de abril también quedará en los anales de la ciudad como una jornada negra. En el fuego que arrasó el número 58 de la calle Uría ardió mucha de la certeza que necesitamos para dar por descontada la seguridad que pagamos con nuestros impuestos y la confianza en quienes los gestionan. Los retenes que lucharon contra la colosal hoguera en la que se convirtió el bloque de viviendas salieron del parque de bomberos por el aviso de «unas chispas» en un óculo. La dotación disponible pronto resultó insuficiente. Los responsables del operativo tuvieron que recurrir a quienes se encontraban de descanso, como Eloy Palacio, fallecido al desplomarse el edificio, al que había saltado junto a su compañero para tratar de sofocar las pavorosas llamas. Las comunicaciones con la base de operaciones, desveladas por EL COMERCIO, evidenciaron que los equipos de extinción carecían de agua suficiente y con la presión necesaria. El hecho de que el Principado tuviera que desplazar dos cubas desde Llanera al centro de la capital asturiana cuando la situación se había convertido ya en «caótica» ha sido explicada esta semana con demoledora claridad por los propios bomberos: «No teníamos modo de hacer frente a este incendio. No había presión, no había hidrantes, no había bocas de riego… Parece ridículo». Tienen razón. Cuando el edificio comenzó a derrumbarse, otros tres bomberos se encontraban en el número 25 de la calle Melquíades Álvarez. Una cortina de agua creada con la manguera les permitió protegerse de la nube de vapor, rescoldos y ascuas a altísima temperatura que se abalanzó sobre ellos. Salvaron su vida de milagro. No existe constancia de que fueran alertados del riesgo de derrumbe.
El alcalde de Oviedo ha reconocido las «carencias históricas» en el departamento de bomberos. Wenceslao López atribuye la falta de personal a los recortes aplicados durante décadas por el PP a la plantilla municipal. Así lo explicó en una carta remitida al delegado del Gobierno, respuesta a una misiva previa de Gabino de Lorenzo en la que el representante del Estado en Asturias le recordaba que la tasa de reposición permitida en los servicios de extinción es del cien por cien. Más que demostrar sus dotes epistolares, probablemente los ciudadanos esperan que sus políticos contesten a las preguntas que les formularían si tuvieran ocasión. Entre otras: ¿Disponía Oviedo de suficientes bomberos? ¿Se pidieron tarde los refuerzos? ¿Debió solicitarse la colaboración de otros servicios de extinción más cercanos? ¿Por qué los bomberos de la capital asturiana carecían de un mapa de tomas de agua? ¿Cómo es posible que se hayan tapado bocas de incendio con baldosas en algunas de las principales calles de la ciudad? ¿Fue eficaz la coordinación con el servicio de extinción del Principado?
Sin aclarar estas cuestiones será difícil recuperar la confianza más allá de la certidumbre de que los bomberos acudirán, sin perder un minuto, a cada llamada de emergencia. No necesitamos pedirles que se comporten como héroes, lo son desde el momento en que aceptan que su trabajo es jugarse su vida siempre que sea necesario para salvar a otros. Pero ni siquiera a los héroes se les puede exigir que asuman riesgos evitables o inútiles. Sería inconsciencia. O algo mucho peor.