Despojado de la púrpura sindical, José Ángel Fernández Villa se presentó en el juzgado catorce meses y once recursos después de que sus antiguos compañeros le denunciasen por la supuesta apropiación de 420.000 euros del SOMA. Sin los pretorianos que guardaban su espalda en mítines y piquetes. Apoyado en un bastón, su esposa y su letrada. Sin decir palabra. Parapetado en sus achaques y en el silencio que siempre le ha amparado, impuesto antes por su poder, alimentado ahora por la conveniencia y aún el miedo. Solo respondió a las preguntas de su abogada. De forma «coherente», según el dictamen del tribunal. Alegó padecer depresión, problemas de corazón, columna, próstata… y demencia, aunque su defensa tuvo la lucidez de una estrategia legal bien estudiada. Villa no recuerda haber firmado ningún gasto, pero declaró que casi cualquier «amañosu» del sindicato podía haberlo hecho en su nombre porque su rúbrica era fácil de imitar. De la tarjeta de crédito alegó ignorar «el pin», pero recordó que el contable y hasta su secretaria conocían el número. En definitiva, que mientras él negociaba convenios y ayudas al carbón eran sus compañeros, en los que confiaba «plenamente», quienes se ocupaban de la contabilidad. Cuando lideraba huelgas y organizaba congresos dejaba la intendencia a cargo de sus subordinados. Y nadie le advirtió de ninguna irregularidad. Dos horas de comparecencia resumidas en un argumento: si alguien metió mano en la caja fue otro.
El ex secretario general del SOMA descarga la responsabilidad de cualquier posible ilegalidad en quienes antes eran sus lugartenientes. A estas alturas ya solo le preocupan los pleitos en los tribunales y el juicio de la historia. Para afrontar este último, confesó estar escribiendo su autobiografía, aunque reconoció no sentirse «en las mejores condiciones para terminar el libro». Finalizadas o no, sus memorias causarán más de un desvelo. El tigre de Tuilla ya no ruge en la plaza de la Salve, pero hay quien todavía teme sus zarpazos.
José Ángel Fernández Villa sufre el ocaso que nunca imaginó. El sindicato desde el que presumía ante los ministros de gobernar Asturias reniega de él. Quienes como él mismo dijo ante la jueza nunca se atrevieron a llamarle la atención, «aunque razones tenían», ahora ni siquiera le llaman por teléfono. Su futuro se reduce a pleitear con sus excompañeros, a vivir bajo la amenaza de una investigación de Hacienda que busca aclarar de dónde sacó el dinero que intentó regularizar durante la amnistía fiscal y procurar a su familia, de cuyo sufrimiento se lamentó en sede judicial, la mejor situación posible.
La Asturias donde su voz era ley es pasado. Ni siquiera quienes le endiosaron hasta atribuirle cualidades sobrehumanas le conceden ahora el menor mérito. Incluso algunos de sus más leales enemigos se han rendido a la piedad que les inspira un hombre acorralado por la justicia y abandonado por casi todos los que le seguían sin preguntar. Pero la cuenta pendiente entre Villa y Asturias va mucho más allá de los gastos del sindicato, incluso del posible origen fraudulento de su fortuna. Quedan pendientes de saldar el tiempo perdido, los millonarios fondos mal empleados y el patrimonio del respaldo malversado. Con esas cuentas claras no se reparará el daño, pero tal vez evitemos repetir los errores. Mientras Villa esgrimía ante la jueza sus trastornos «neurológicos» para justificar casi todo lo que no quiso explicar, el Parlamento asturiano discutía asuntos «neurálgicos». Solo con no dejarse confundir de nuevo por la paronimia de ambos términos, la política asturiana habrá dado un gran paso.