Dos mil días y 168 detenidos después de declarar el alto el fuego, ETA ha anunciado que entregará las armas. El negocio cimentado en 829 asesinatos baja la persiana cuando han pasado ya siete años de su último crimen. El 17 de marzo de 2017 aparecerá en los libros de historia. Esperemos que no como pretenden los albaceas del testamento terrorista, sino como la fecha en la que los españoles derrotaron a una banda que no puso fin a su barbarie por convicción, sino ante la fuerza de la democracia. ETA camina hacia su disolución acorralada por el rechazo de la ciudadanía, la fortaleza del Estado de derecho y el extraordinario trabajo de las fuerzas de seguridad y la Justicia. Le quedan alrededor de trescientas armas desperdigadas por zulos en el monte y domicilios de sus colaboradores. Obsoletas, pero aún mortales, la organización se resistía a entregarlas para forzar a los gobiernos de España y Francia a escenificar una negociación. Ha fracasado en su objetivo. En febrero de 2013, la delegación terrorista que aguardaba en Noruega la llegada de algún enviado del Gobierno fue expulsada del país a petición de España. Poco después, dos encapuchados pusieron un minúsculo arsenal en manos de dos miembros de una comisión internacional de verificación, un paripé para darse importancia que tampoco les sirvió de nada. La propuesta del Ejecutivo vasco de ocuparse del desarme ni siquiera tuvo respuesta de Rajoy. La banda anuncia ahora que cederá su arsenal a un centenar de simpatizantes antes del 8 de abril para que lo entreguen. Otro acto de propaganda al que acertadamente no ha querido sumarse el Gobierno español. Serán las autoridades francesas quienes reciban unas armas entre las que probablemente no estarán las que ayudarían a resolver los 300 crímenes a cuyos autores la Justicia española aún no ha podido poner nombre.
ETA y sus simpatizantes intentan lavar su imagen para la posteridad, levantar la moral de sus tropas encarceladas, convertir su inevitable rendición en un armisticio y vincular sus siglas a la política vasca como si su única contribución no fuera el dolor. La pretensión de la banda de equiparar a los asesinos con el resto de los ciudadanos nada tiene que ver con el perdón, un desgraciado derecho que solo corresponde a las víctimas, ni con la paz, que no hicieron más que postergar con su sangrienta obcecación por encontrar una fórmula lo bastante cruel como para acabar con la resistencia de los demócratas. La clase política no debe permitir que los asesinos endulcen su capitulación ni obtengan beneficio de ella. La indiferencia, aunque sea alentada por los mejores deseos, no cabe ante la actual estrategia de los terroristas. Los últimos responsables de coordinar a los pocos delincuentes que siguen libres y los muchos que están en prisión aspiran a mantenerse como gestores de las concesiones que puedan arrancar a los partidos. Supondría una equivocación aceptar su juego cuando solo sin más alternativas han entregado sus armas, después de pensárselo durante cinco años en los que aún han intentado sacar tajada de la mucha sangre derramada. No son ellos ni tampoco los que durante décadas intentaron aprovecharse de sus crímenes bajo unas siglas que suponían una burla a la democracia quienes tienen derecho a dictarnos la crónica de su final. Es la mayoría de la sociedad española, obligada a pagar con sangre sus convicciones, la que debe relatar, sin omisiones, sus sacrificios para alcanzar la paz. El olvido solo interesa a quienes tienen razones para desearlo. La memoria, en cambio, permitirá que quienes tengan la suerte de conocer a ETA solo por lo escrito sepan cuánto nos ha costado lo que tenemos. Por eso la historia es tan valiosa.