En las calles de Oviedo coincidieron esta semana dos protestas reflejo de las nada bonancibles circunstancias de la educación. A la misma hora en que profesores, padres y hasta alumnos de los colegios concertados recorrían las calles de la capital asturiana para rechazar un recorte de aulas que entienden excesivo y arbitrario, los profesores de la enseñanza pública se manifestaban para reclamar la prometida restauración de sus condiciones laborales. Unos y otros corearon consignas ‘contra Genaro’ (Alonso), el consejero al que esta legislatura le toca lidiar con unos problemas cuya solución siempre termina por darse de bruces con el presupuesto. El titular de Educación ha tenido que responder a unos y a otros. A los centros conveniados, les ha dicho que las matriculaciones marcan el número de aulas que la Administración está dispuesta a costear, por mucho que los responsables de estos colegios digan que en algunos casos se han suprimido grupos por un alumno, que reivindiquen el histórico papel que han desempeñado en la enseñanza asturiana o recuerden sus buenos resultados académicos. En su caso, la demografía lo es todo y el Principado considera ilógico mantener la financiación cuando el número de alumnos es menor. «El deber de la Administración es gestionar con eficiencia y no sostener lo que no se puede mantener», ha justificado Genaro Alonso.
A los profesores de los centros públicos se les aumentó el horario con la promesa de restituir sus anteriores condiciones en cuanto la economía lo permitiera. Otras regiones ya se han atrevido a hacerlo. Asturias ha decidido esperar «por prudencia». En este caso, el titular de Educación entiende la pretensión de los profesores, pero recordó que el Gobierno central considera que no ha llegado el momento de aplicar una reducción de la carga lectiva que conllevaría un aumento de personal.
Ni públicos ni concertados pueden albergar demasiadas esperanzas de que manifestarse les ayude demasiado. Al margen del debate muchas veces más demagógico que útil sobre el modelo educativo de los distintos centros, la realidad que afrontan quienes cogen la tiza cada mañana no es tan distinta. Y en los últimos años ha estado marcada por los recortes en el gasto, la carencia de un proyecto estable, las discrepancias políticas y el abismo entre lo que se ha dicho esperar de la educación y lo que se ha hecho para conseguirlo. Los profesores no han sido ajenos a la congelación de sueldos y al aumento de horarios que la crisis ha impuesto en casi todos los empleos. Sus incentivos han bajado, el número de alumnos por aula ha crecido, el tan pregonado apoyo a la diversidad se ha diluido y los prometidos recursos para modernizar los centros han llegado con cuentagotas. En la sociedad de la tecnología y el conocimiento quedan colegios donde internet va según en qué aula e institutos en los que a muchos docentes la burocracia les ocupa más tiempo que las tutorías. Los educadores que se han jubilado en los últimos años han trabajado bajo la tutela de siete leyes distintas, todas efímeras, marcadas por las convicciones del Gobierno de turno y descafeinadas por el siguiente. Los ordenadores encargados por Zapatero y pagados por todos para situar a los colegios españoles en la vanguardia se apilan ya obsoletos. La reválida concebida por el Gobierno de Rajoy para elevar los resultados académicos resultó tan poco convincente que al final se ha quedado en un remedo de la selectividad de toda la vida. Esa es la realidad ante la que algunos profesores se resignan, otros protestan y la mayoría hace lo que puede. Todos, con menos autoridad de la que necesitan y con frecuencia con una consideración inferior a la que merecen.
A pesar de todo ello, le pedimos a la educación que prepare mejor a nuestros hijos, que construya una sociedad más justa e incluso que se convierta en el motor de la transformación que debe llevarnos de la inestable economía del ladrillo a competir con las principales potencias tecnológicas. Para conseguirlo, lo único que casi todos los líderes políticos han hecho hasta el momento ha sido invocar la necesidad de una ley de consenso y expresar su convicción sobre la importancia del sistema educativo para el futuro de nuestro país. Eso dijeron en la última campaña electoral, que tuvo en común con todas las anteriores las mismas declaraciones. ¿Y hasta la próxima?