No cabe mejor deseo que esperar que nada ocurra en el día en el que los independentistas tanto pretenden que suceda. Aún así, será un día amargo. Cuando el sentimiento de identidad se pervierte para alimentar el odio brota el totalitarismo, dispuesto a pisotear la ley y a estrangular las libertades. A este punto ha llegado el Gobierno catalán con la convocatoria de una consulta ilegal, una campaña en la que las discrepancias no han tenido cabida y una pantomima de referéndum para el que ha despojado a los ciudadanos de sus derechos fundamentales. La Generalitat quiere sustentar una nación en el esperpento de un sufragio donde los votos se depositarán en cajitas de plástico compradas en China, carente de mesas electorales, con centros de votación abiertos a escondidas de la Policía y un censo electoral reducido a los incondicionales dispuestos a dar algún valor a un plebiscito tan improvisada como estéril. Ni el más convencido de los independentistas debería sentir el ansia de vivir en un país autoproclamado en las mismas condiciones en las que los estados fallidos eligen a sus tiranos. Ni siquiera lo inútil de la parodia electoral puede consolarnos a los demás del golpe que supone a nuestra democracia. El 1-O quedará como una jornada funesta para cualquiera que crea en la libertad y en la igualdad de derechos de los ciudadanos para decidir su futuro como pueblo. Nada se solucionará ni aclarará. A nadie, dentro o fuera de Cataluña, se le escapa esto. Solo los inconfesables intereses y ambiciones de quienes se han empeñado en hacernos pasar por este drama permiten entender el punto al que hemos llegado.
Tan inválida será cualquier cosa que resulte del mal llamado referéndum que nuestros políticos piensan ya en el día siguiente. Sus especulaciones oscilan entre la posibilidad de que el presidente catalán, Carles Puigdemont, esté dispuesto a llevar su mesianismo al límite de proclamar la segregación para garantizarse un juicio en el que presentarse como mártir o se conforme con utilizar el victimismo del 1 de octubre como el primer acto de la próxima campaña electoral en Cataluña. El Gobierno de Mariano Rajoy cree que los líderes del independentismo han quedado desacreditados como interlocutores tras situarse al margen de la ley, por lo que de nada sirve hablar con ellos. El discurso del Ejecutivo se limita a señalar que ahora su misión es detener el referéndum o cualquier otro desafío ilegal, incluida una hipotética declaración de independencia. Por el momento, parece no haber más plan que dejar trabajar a los jueces y esperar que las aguas vuelvan a su cauce en unas anheladas elecciones autonómicas. En los corrillos del Congreso se comenta que tal vez una nueva mayoría política en Cataluña convierta en un mal sueño todo lo acontecido en los últimos años. O en el peor de los casos, quizás un nuevo gobierno de corte independentista, pero más pragmático, acceda a negociar unas condiciones aceptables para ambas partes. Hasta aquí llega lo que piensan muchos de nuestros parlamentarios y por lo que parece toda la estrategia política de los principales partidos frente al drama de Cataluña. Unos, en la confianza de que las urnas recompensarán su firmeza ante el desafío independentista. Otros, con la esperanza de que su apoyo a un referéndum en condiciones de legalidad se transforme en réditos electorales. Casi todos en la convicción de que unas elecciones traerán la calma. La misma receta que durante años muchos creyeron suficiente para solventar los problemas hasta convertir en un tópico el juego con el Gobierno catalán de tensar la cuerda para terminar satisfaciendo sus exigencias con unas cuantas concesiones. Pero en esta ocasión, después de que la Generalitat haya conducido a sus partidarios más radicales al límite de la insurrección, de que muchos catalanes hayan sufrido un acoso despiadado solo por expresar sus opiniones y de que tantos se sientan incomprendidos, tal vez convendría un debate político que nos ofrezca un futuro más seguro que las componendas y los remiendos.