La ‘cumbre de Oviedo’ auspiciada por los Premios Princesa de Asturias quedará en la historia de lo mucho que por desgracia está por venir. Ojalá hubiera sido innecesaria, pero la contumacia del separatismo catalán nos impidió celebrar la fiesta en paz. Sí fue la ceremonia que España necesitaba. La fotografía del Rey con el presidente del Gobierno y los tres principales líderes de la Unión Europea quiso reflejar la respuesta de la unidad de los demócratas frente al riesgo de un nacionalismo que, en palabras de Antonio Tajani, «amenaza con llevarnos a los infiernos». Ante la mayor crisis territorial de su etapa democrática, España encontró el respaldo de las principales autoridades comunitarias, sin medias tintas. Las palabras del presidente del Parlamento Europeo destacaron por su rotundidad: «Mientras el derecho no se cambie, su respeto no es una opción, es una obligación». Su apelación a la concordia, su encendida defensa de una Europa creada para conquistar una democracia mejor para todos y, sobre todo, su categórica afirmación de que las resoluciones de la justicia «deben aplicarse, y punto» sorprendieron incluso. No fue la suya la voz de algunos líderes europeos que parecieron titubear ante las acusaciones de los partidos secesionistas sobre el empleo de la fuerza durante el simulacro de referéndum del 1 de octubre. Su discurso dejó claro que es la Constitución el amparo de los valores democráticos que Europa defiende en su territorio y cerró la puerta a una de las principales aspiraciones del nacionalismo catalán: lograr que las autoridades comunitarias accedan a una mediación que suponga el reconocimiento implícito de un estatus como nación.
Las palabras de Tajani, como las del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, y las del presidente del Consejo de la Unión, Donald Tusk, respaldaron la determinación expresada por Felipe VI de resolver la crisis de Cataluña «por medio de las legítimas instituciones». Mariano Rajoy, que había programado con más detalle y anticipación de lo que se ha dicho su presencia en Asturias, logró transmitir al mundo la imagen de un respaldo internacional esencial antes de aprobar las medidas encaminadas «a restaurar el orden constitucional y el interés general en Cataluña». Más allá de la imagen, España ha encontrado, al fin, algo mucho más valioso ante la comunidad internacional: un discurso claro. Frente a la engañosa reivindicación de las libertades que expresa la Generalitat, el Gobierno tiene al fin una respuesta sencilla e irrefutable, no solo avalada por el Rey, sino también compartida por las democracias europeas. España no interviene en Cataluña porque sea incapaz de entender sus reivindicaciones identitarias, sino porque el Ejecutivo catalán está decidido a proclamar una independencia para la que carece de legitimidad. Por más disfraces con los que quieran vestir al secesionismo, las decisiones adoptadas por Puigdemont y sus socios valen lo mismo que las de cualquier grupo de iluminados por muy grande que sea. No existe una sola ley que les ampare, ni siquiera un respaldo social que les avale por más que digan. En nombre del pueblo solo se puede hablar tras una votación democrática, lo que no fue la parodia con la que pretenden justificarse. Esa es la explicación que el Gobierno español debe hacer llegar al mundo, algo que hasta el momento no ha logrado con la eficacia necesaria. La ‘cumbre de Oviedo’ ha supuesto un primer paso para que España aclare la verdadera naturaleza del ataque que ha sufrido su democracia. Pero no es suficiente con decirlo una vez. Por desgracia, es probable que el Gobierno necesite repetir en todos los foros internacionales la necesidad de defender los derechos fundamentales de sus ciudadanos ante la amenaza de un nacionalismo totalitario. No cabe temer otra cosa tras la respuesta de Carles Puigdemont.