En España nos hemos acostumbrado a que nuestros políticos estén de acuerdo en casi todo lo importante hasta llegado el momento de hacer. El Día Internacional de la Mujer no iba a ser una excepción. Ningún partido se atreverá a considerar aceptable que las mujeres ganen hasta un 38% menos por hora trabajada y padezcan el 77% de los contratos a tiempo parcial. Su tasa de abandono escolar es más baja, el porcentaje de universitarias mayor, pero acaban en empleos peor remunerados y con una pensión más baja después de pasar su vida condenadas al pluriempleo de cargar con casi todo lo que da trabajo en su casa. Nadie con dos dedos de frente se atrevería a tachar de injustificado dedicar un día a denunciar una brecha salarial que obliga a las mujeres a trabajar 109 días más al año para cobrar lo mismo que un hombre por el mismo desempeño. Todos nuestros políticos coinciden en que el mérito no tiene sexo, en que los techos de cristal están para romperse. En los últimos días no ha quedado partido sin organizar un mitin para situar a sus mujeres ante las cámaras. No solo ellos se han dejado oír. Con tanto afán por no perder el tren de la empatía hasta la Virgen María ha salido a colación, convencido como está el cardenal de Madrid de que ella también se habría sumado a la huelga del 8 de marzo. Los sindicatos ondean la reivindicación como un estandarte e incluso los empresarios defienden la igualdad como factor de competitividad. Es previsible anticipar que también estarán de acuerdo en destacar la relevancia de la fecha y en la necesidad de prestar atención a las quejas de las mujeres. A nuestros líderes puede fallarles la inteligencia, pero no el instinto de supervivencia. Cada uno con sus propias palabras, recordarán los logros alcanzados y la innegable obligación de acelerar el paso en el camino de la igualdad.
Tanto consenso merecería ser aprovechado. La cuestión es cómo. Algunos partidos apoyan una huelga parcial, otros defienden un paro general y los hay quienes consideran que esta protesta no supone más que un gesto inútil. El Día de la Mujer, que solo por invitarnos a reflexionar ya tendría sentido, amenaza con convertirse en un pulso ideológico, en una carrera entre la derecha y la izquierda por ganarse el voto de las mujeres, o al menos, no perderlo, empeñados nuestros representantes institucionales en demostrarnos que son más feministas que nadie. Hay quien se remonta a la historia por desgracia reciente para reivindicar lo avanzado desde la llegada de la democracia, que permitió a muchas mujeres que aún están ahí para contarlo ir a un banco para abrir una cuenta sin el permiso de su marido. Otros prefieren mirar al presente para señalar que la crisis, en teoría superada, ha acrecentado las desigualdades laborales entre hombres y mujeres. Cada cual pondrá el acento donde ensalza sus méritos o menoscaba al adversario. La clase política española intuye que lejos de suponer un viento pasajero, la protesta en defensa de la mujer arreciará porque sus argumentos son irrebatibles y el tiempo perdido demasiado. Pero la mayor parte de los discursos pretenden más contentar a sus destinatarios que explicarnos lo que nuestros dirigentes consideran necesario hacer para que los principios que defienden no se queden en inútiles proclamas. Hacer propuestas conlleva riesgos que pocos parecen dispuestos a correr. En cambio, muchos se atreven a augurar, unos con fervoroso convencimiento y otros por acomodaticia conveniencia, que la gran revolución de nuestro tiempo será femenina. Pese a las connotaciones que pueda tener por algunos, no siempre las revoluciones son cruentas y muchas han resultado extraordinariamente beneficiosas. Pero todas han exigido más hechos que palabras como respuesta y han terminado por llevarse por delante a quienes se aferraron a una realidad que se había convertido en insoportable. También ocurrirá esta vez. Y no parece que vaya a ser malo.