Con un comunicado inspirado en el IRA, la banda terrorista ETA ha regresado a la actualidad para lo único que sabe hacer: causar dolor. Los terroristas solo han pedido perdón a una parte de sus víctimas, «los ciudadanos que no tenían responsabilidad». Una disculpa tan inmoral que se la podrían haber ahorrado quienes durante cinco décadas de tiros en la nuca y coches bomba asesinaron a 853 personas. Un cínico arrepentimiento cargado de justificaciones, empeñado en diferenciar entre muertos culpables e inocentes, como si en el asesinato hubiera otros autores que no fueran quienes dictaban las sentencias de muerte y sus verdugos. La indecente retórica de quienes pretenden mantener vivas unas siglas derrotadas tiene unos objetivos claros: ETA quiere aparecer ante los españoles como un interlocutor, sino válido al menos vigente; pretende ofrecer a sus presos el paraguas de un arrepentimiento común con el que reclamar beneficios penitenciarios y, sobre todo, intenta colarnos un relato de ficción con el que justificar su barbarie.
Pero el País Vasco no es Irlanda ni la mayoría de los españoles unos ingenuos. Mientras ETA se sintió con fuerzas para amedrentarnos, sus treguas fueron trampas y sus ofertas de diálogo estrategias para provocar la división entre los demócratas. Solo cuando la eficacia policial redujo su capacidad para matar y la unidad política cerró las puertas a cualquier interlocución con contrapartidas, los terroristas, con más efectivos en la cárcel que en la calle, asumieron su derrota y anunciaron el alto el fuego. ETA se rindió ya tan débil que ni siquiera se sentía con capacidad para garantizarse el control de sus comandos encarcelados. Muchos de los terroristas que aplaudían los atentados desde prisión, que pedían champán para celebrar las muertes de guardias civiles y políticos, están ahora dispuestos no solo a disculparse, sino incluso a renegar de una banda que nada les puede ofrecer, con tal de aprovechar cualquier resquicio legal para reducir sus penas. La narración en la que los etarras encuentran razones para su existencia no resiste ni el más liviano análisis ni cabe en la ética más laxa. El 90% de sus crímenes fueron cometidos durante la transición y la democracia, no bajo una dictadura que combatieron muchos a los que luego la banda puso en su punto de mira por defender la libertad frente a las pistolas.
ETA ha sido vencida, pero mantiene con soberbia su irracional dogmatismo. Por eso se atreve a mostrarse comprensiva con quienes consideran que sus acciones fueron «inaceptables o injustas». Como si rechazar su cinismo necesitara absolución. Sintiéndose tan cargada de razón como siempre, aunque por suerte más fuera de lugar que nunca en una sociedad que intenta reconstruir una convivencia amenazada durante años por el terror. La narración etarra no se sostiene, pero encierra un peligro: que el alivio del triunfo nos lleve a olvidar cuánto sufrimiento nos ha costado.
ETA intenta salvar su nombre con un discurso tejido con patrañas, que solo calará si logra enraizar en nuestra indiferencia. Los terroristas aún están dispuestos a ofrecernos una estudiada función teatral con la pretensión de disfrazar de armisticio su derrota. Para evitar que sus mentiras se cuelen por las rendijas del olvido solo existe un camino, el de quienes dieron su vida por una democracia que ETA pretendía poner de rodillas a tiros. Las víctimas son los únicos héroes de una victoria alcanzada con sangre. Es su historia, y no la de sus asesinos, la que merece ser recordada y escrita. La paz no necesita rencor, pero sí memoria. Proteger a las víctimas de la amnesia y las falsedades no significa renunciar al futuro, sino defenderlo.