Un destacado asturiano luce desde hace tiempo un lazo verde en la solapa de su chaqueta. La suya es una queja simbólica y por desgracia perenne, la expresión de un sentimiento que mezcla una cívica reivindicación con el desengaño. Un sencillo lazo que resume la frecuente impresión asturiana de que nuestras reclamaciones importan poco al otro lado de Pajares y que en Madrid la realidad de Asturias se simplifica reducida al trazo grueso del paraíso natural y unas minas en extinción. El retazo de tela ha sobrevivido a gobiernos de distinto signo para expresar a unos y otros la indignación que provoca vivir en una tierra a la que los trenes llegan por el mismo trazado del siglo XIX y donde no pasa un mes sin que descarrile un cercanías mientras que la alternativa de un vuelo a Madrid cuesta lo mismo que alquilar un coche y la posibilidad de viajar por carretera no exime de pago excepto para los aficionados a la conducción alpina. El lazo y la situación que denuncia se antojan duraderos. Una generación de asturianos ha alcanzado la mayoría de edad con la expectativa de cruzar Pajares en un tren del siglo XXI. En el Gobierno se han sucedido promesas y ministros con proyectos dispares, sustituidos por otros al siguiente mandato. En Asturias se han escuchado tantas críticas por el retraso como justificaciones de los sucesivos cambios, tantas que mejora se ha convertido en sinónimo de retraso. Solo en la necesidad de soluciones urgentes han coincidido todos los políticos. Ninguno con un micrófono a mano ha dejado de proclamar su intención de satisfacer las ya viejas reivindicaciones del Principado. Pero al margen de los focos, las bienintencionadas embajadas asturianas se han encontrado con el recordatorio de que sus exigencias son tan legítimas y urgentes como las de cualquier otro. Y en la práctica, el millón de habitantes de Asturias sitúa sus reclamaciones en lo más profundo de los cajones ministeriales.
La llegada de un nuevo ministro vuelve a ofrecer dos caminos al Gobierno en su relación con Asturias. El más complicado: emprender la tarea de solucionar el histórico déficit de las infraestructuras asturianas con la convicción y el dinero necesarios, superar el tacticismo electoralista y encarrilar las obras sin importar quién se atribuirá el mérito en el futuro. Y el más socorrido en las últimas décadas: revisar todo lo hecho y dicho para aportar la enésima alternativa, lo que permite capear las críticas el tiempo suficiente sin gastarse ni un euro. Más de un ministro ha pensado que mientras los papeles se muevan se puede defender que los proyectos no están parados e incluso prometer que el futuro será mejor de lo previsto. Por ese cómodo sendero han transitado algunos en las últimas décadas mientras cortaban cintas inaugurales del AVE en otras regiones. Mientras tanto, Asturias ha tenido que conformarse con la incierta esperanza de que tal vez a principios de la próxima década entre en servicio uno de los dos túneles de Pajares y la realidad de que sus infraestructuras ferroviarias se han deteriorado más de lo que ningún político se atrevería a reconocer para no causar alarma. Numerosos asturianos han asumido como una costumbre la necesidad de viajar a León para coger el tren y muchos más soportan cada día trayectos en cercanías a diez kilómetros por hora en algunos tramos porque las vías no soportan más velocidad. Llegados a este punto, solo cabe preguntarse qué tiene que ocurrir para que quienes tienen la responsabilidad asuman que esta situación, antes mejorable, es ahora una emergencia. Discernir cuándo una obra no puede esperar ni supeditarse a las conveniencias electorales es la principal tarea del nuevo ministro de Fomento. Quienes no tienen a su alcance los informes técnicos les queda recurrir al sentido común. Y a simple vista, una red ferroviaria que acumula incidencias por docenas y un tren que llega de Madrid a la misma velocidad desde hace un siglo y termina su trayecto en una estación prefabricada no parece sensato. Mientras a un lado y otro de Pajares se deciden a situar la cuestión entre los asuntos de urgencia, a los asturianos nos queda la resignación o el pataleo, aunque sea con un modesto lazo verde.