La rutina diaria de la alcaldesa de Ponga incluye revisar su vehículo por si a algún cabestro se le ha ocurrido aflojar los tornillos de las ruedas o manipular los frenos. Marta Alonso recorre en coche los cincuenta metros que separan el Ayuntamiento de la oficina bancaria de la capital de su concejo para aislarse de los insultos que le dedican al cruzar la calle. Nunca sale ni entra al trabajo a la misma hora. Desde hace un mes, ni siquiera duerme en su casa. Teme que su familia resulte herida si atacan su vivienda, así que al terminar su jornada laboral se marcha a otro municipio. La reserva natural donde tiene la suerte de vivir se ha trocado para ella en un infierno cotidiano desde que llegó a la Alcaldía. La ley la protege de las agresiones, pero según cuenta, en su pueblo reside algún mendrugo que entiende que los insultos, las mofas, el escarnio y el acoso van en el sueldo de la alcaldesa. Contra eso, de poco le han valido las denuncias.
Los alcaldes y concejales de las pequeñas localidades carecen de la protección de la que disfrutan los altos cargos, amparados en la distancia de la moqueta, la seguridad de los guardaespaldas y las guardias pretorianas de sus partidos allá adonde vayan. Los grandes líderes apenas ofrecen ocasión de pegarles un grito a doscientos metros. A sus detractores les queda el desahogo frente al televisor o la posibilidad de escribirles en una red social un mensaje que con un poco de suerte verá algún subalterno con cara de poca sorpresa. Cuando eres alcalde o concejal en una localidad con menos habitantes que algunas urbanizaciones, la cosa cambia. En una caleya, si te faltan, te aguantas porque quien te abronca se siente con pleno derecho a hacerlo. Y de llamarte lo que le dé la gana. Para eso te has metido en política y encima cobras. No es nuevo ni infrecuente que esto ocurra en cualquier término municipal de pequeño tamaño. La mala educación no es un defecto exclusivo de un grupúsculo de ponguetos exaltados. El porcentaje de parroquianos que no comulgan con su alcaldesa o simplemente la consideran incompetente es probable que ronde la media española. Tampoco el partidismo mal entendido o el sectarismo mostrenco arraigan en exclusiva a una determinada altitud. En Ponga, su alcaldesa ha decidido destapar lo que le ocurre porque la presión de una cuadrilla zambomba se le ha hecho insoportable. Ha tenido el coraje de explicarlo en un programa de televisión en vez marcharse a su casa y decirle a su partido que ahí les deja el acta y las ganas. Muchos toman esa decisión aunque luego solo confiesen los motivos en las barras de los bares.
Tan admirable es la determinación de Marta Alonso como la naturalidad con la que hemos llegado a asumir lo que le pasa. La clase política parece empeñada en esforzarse por inspirar esta indiferencia. El goteo de corruptelas de todo grosor ha llevado a muchos ciudadanos a inmunizarse ante las penurias de los que han votado para representarles. La cicatería de los políticos para reconocer el menor mérito a sus adversarios y su ligereza moral para despachar a sus rivales por cualquier medio han acabado por enterrar su actividad en la consideración de un oficio para chorizos o trepas. La política se ha denigrado tanto a sí misma que ha conseguido convencer a muchos ciudadanos de que solo una desmedida ambición, un ego sobredimensionado o un sueldo pueden justificar el interés por ocuparse de los asuntos públicos. Un candidato que no confiese más aspiraciones que lograr el respaldo de los votantes para hacer en su pueblo lo que cree necesario termina escrutado como un presunto farsante o un probable ingenuo. No es de extrañar que a los partidos les cueste completar sus candidaturas cuando la potencial recompensa se reduce a un salario exiguo y una marca indeleble. Incluso muchos de ellos opinan que solo en los grandes ayuntamientos o en el Parlamento regional el sacrificio comienza a merecer la pena. Es comprensible. Y peligroso.
Fotografía: Daniel Mora