Ignacio Echeverría emigró a Londres, como tantos jóvenes españoles, en busca de las oportunidades que ofrecía una capital cosmopolita y pujante a un abogado especializado en la lucha contra la delincuencia económica. Sus restos mortales regresaron a España en un avión militar, con honores de héroe. La barbarie terrorista le ha convertido en lo que no pretendió, pero que nunca dejará de ser: un símbolo frente a los intentos de arrebatarnos la libertad a machetazos. Ignacio se enfrentó a los tres yihadistas que apuñalaban sin piedad a una mujer en el puente de Londres. El único policía que había llegado al lugar de los hechos, armado únicamente con su porra, cayó al suelo a merced de los verdugos. Del grupo de tres amigos que observaban la escena con incredulidad avanzó Ignacio, blandiendo su monopatín, para enfrentarse a tres individuos decididos a morir matando. Les plantó cara hasta que uno de ellos logró situarse a su espalda y asestarle una cuchillada mortal. Cada segundo que resistió en pie, ralentizó un ataque concebido para asesinar al mayor número posible de personas en poco tiempo. Los terroristas se habían atado latas a su pecho, simulando chalecos bomba. Querían infundir pavor, que sus víctimas temblaran con solo verlos para degollarlas sin que ofrecieran resistencia. Ignacio no corrió. No porque pensara en la magnitud de un ataque que ni siquiera la policía conocía en aquel momento. Su gesto respondió a sus creencias. Hay quien se ha preguntado cuánta reflexión previa se necesita para que una acción heroica se convierta en un símbolo cuando lo que importa es cuánto merecen la pena las razones por las que se llevó a cabo. El ejemplo de Ignacio Echeverría no se limita al arrojo de avanzar hacia la muerte, sino a los principios por los que vivía. Los mismos con los que su familia ha afrontado una situación que incluso el Gobierno español llegó a calificar de «inhumana».
La insoportable lentitud con la que las autoridades británicas llevaron a cabo la identificación de las víctimas, los errores en la vigilancia de dos de los tres yihadistas que participaron en el ataque, la insuficiente respuesta de unos políticos más ocupados en su campaña electoral que en atender a las víctimas justificarían las quejas de los familiares de Ignacio. Cuesta entender que una autopsia en la capital del Reino Unido se demore casi una semana. Solo la angustia de esperar a las puertas del hospital durante días la confirmación de que un hijo o un hermano está muerto haría comprensible cualquier desahogo. Sin embargo, dos de los hermanos de Ignacio comparecieron para agradecer con la entereza que fueron capaces de reunir la atención recibida de los funcionarios de la Policía británica, las explicaciones de la jueza que investiga el ataque y las atenciones de las autoridades españolas. Sin una concesión pública al enojo que tenían todo el derecho a sentir, sin permitirse ni siquiera el refugio de la soledad que a veces necesita el dolor. Sus convicciones les hacen creer que cualquier otra cosa hubiera sido conceder un mezquino triunfo a quienes asesinaron a Ignacio. Aquellos que buscan atemorizarnos y condicionar nuestra vida, quienes atentan contra las multitudes para hacernos observar con temor las celebraciones y acuchillan a ciudadanos indefensos para alimentar nuestra frustración. La dignidad con la que la familia de Ignacio Echeverría ha afrontado su muerte se sostiene en las mismas convicciones con las que él se enfrentó a los terroristas en el Puente de Londres. De ellas surge no solo el heroísmo, también las razones para defender nuestra libertad frente a la tentación del odio.