Hablaba Sylvia Earle. Asentía la ministra de Transición Ecológica. Advertía la bióloga galardonada con el Premio Princesa de la Concordia en el Teatro Campoamor de los riesgos que afronta un planeta vulnerable y atormentado. Pedía medidas urgentes para proteger la Tierra «cuando aún hay una oportunidad de hacerlo». Su discurso fue feminista, ecologista, comprometido, inapelable. Teresa Ribera comenzó la primera a aplaudir. Con más rotundidad que ningún asistente por mucho que todos compartieran el alegato. Aunque tal vez supuso el único momento en el que la ministra logró abstraerse de un problema con el que no dejó de tropezarse durante toda su estancia en Asturias: el cierre de Alcoa. De él habló con el presidente del Principado, con el secretario general de la FSA, con los representantes de los empresarios y casi con cualquiera con quien se cruzó en los salones de moqueta del Hotel de la Reconquista. El despido de los 686 trabajadores de las fábricas de Avilés y La Coruña planeó a su alrededor durante todo el día en Oviedo. Incluso el Rey se interesó por el asunto. Apenas llegado de Madrid, su primera preocupación fue preguntarle al jefe del Ejecutivo regional por un cierre que Javier Fernández le describió como una cuestión «dramática» para cientos de familias asturianas y crucial para una región que de repente ve tambalearse uno de los pilares de su industria.
Los 686 trabajadores de Alcoa han sido los primeros golpeados por una sorda e imparable reconversión industrial a la que Asturias se asoma con angustia. La multinacional del aluminio se ha convertido en el primer ejemplo de lo que conlleva abocar a una gran empresa a la incertidumbre de las tarifas eléctricas cuando constituyen su principal coste. La imposibilidad de concretar sus gastos la llevó a plantearse su futuro a corto plazo, recoger beneficios mientras los hubiera y descartar cualquier tipo de inversión más allá de lo imprescindible. Con todo listo para lo que ha terminado por hacer: enviar una carta de despido colectivo en cuanto las cuentas sufrieran un revés. Solo necesitó una subida de los precios de la materia prima para liquidar a la plantilla de dos fábricas con un comunicado de 31 líneas. Sin más explicaciones a una Administración que puso en sus manos una empresa pública en 1992 y durante los años siguientes le entregó más de mil millones en ayudas para amortiguar los efectos de la subida de la energía a cambio de mantenerla abierta. De poco sirvió esta bicoca. La empresa entendió que suficiente hacía con seguir adelante mientras le cuadrase el balance. Vista desde Pittsburgh, la fábrica de Avilés no es más que una cifra en un estadillo. Cuando aparece en rojo, los ejecutivos pasan de analizar la productividad a calcular los costes de los despidos. Ante esta demoledora e inhumana lógica, la actuación del Gobierno central resulta candorosa. Durante años ha tapado los agujeros de Alcoa sin afrontar el debate de fondo ni conseguir la menor garantía de continuidad. Mantener a las grandes empresas con un precio de la energía que llega a suponer el 40% de sus gastos de producción y establecer ayudas sin más contrapartidas que cuadrar unas cuentas anuales ha quedado claro que es el camino más corto al precipicio. Queda por ver qué hace ahora el Ejecutivo. Lo más urgente resulta obvio: encontrar una fórmula que evite mandar al paro a 686 personas. Aunque pueda parecer que los políticos solo están ocupados en echarse la culpa unos a otros de lo ocurrido, las administraciones han iniciado incluso los contactos para buscar un comprador. Que pedirá ayuda y tal vez la reciba. Que solicitará un marco estable en el que poder echar sus cuentas. En eso, los partidos ni siquiera han empezado a trabajar. Algunos se han limitado a reivindicar transición hacia un mundo más avanzado y sostenible, por supuesto deseable, pero que solo tiene sentido si los 686 trabajadores de Alcoa conservan un trabajo digno desde el que construirlo y disfrutarlo. Las naves industriales abandonadas a la oxidación nada tienen de moderno ni de ecológico.
Fotografía: Carolina Santos.