Carlos López-Otín ha escrito un libro de autoayuda, espiritual y desgarrador. Será un éxito de ventas. El científico español más carismático expone su alma al microscopio de la opinión pública empujado por una campaña de desprestigio que le llevó a pensar en el suicidio. El investigador reconoce que durante los dos últimos años no ha conseguido disfrutar de un solo día de felicidad. Otín siempre ha sido celoso de su intimidad. Encerrado en su laboratorio, su obsesión por desentrañar el misterio celular que rige la vida le llevó al Olimpo de la ciencia. Su infrecuente apego a su universidad, su capacidad para comunicar y su imagen de rebelde con una causa noble construyeron una imagen a mitad de camino entre el genio y el asceta con la que se acostumbró a vivir, tal vez consciente de que la exposición formaba parte del peaje atado a la repercusión internacional de sus éxitos. Cumplidos los sesenta años, el bioquímico que ha rechazado ofertas millonarias para trabajar fuera de España, vio cómo la construcción de toda su vida se derrumbaba. No por los errores que le obligaron a retirar algunos artículos de una publicación. La cacería en la que Otín era la pieza había comenzado mucho antes. Con la muerte de los ratones que utilizaba como modelo para probar los fármacos contra enfermedades incurables, pero aún más por un acoso contra el que no podía ni sabía defenderse. Páginas en internet escritas por personajes anónimos que cuestionaban la fiabilidad de sus investigaciones, ataques a su familia, amenazas a los investigadores que le defendían… De repente, sin previo aviso y de la manera más dolorosa, descubrió que «en la sociedad actual hay mecanismos muy simples para que si alguien quiere destruir a una persona lo pueda hacer».
Otín, a quien el laboratorio y el éxito habían protegido como una burbuja, ha sido víctima del momento que le ha tocado vivir, en el que nunca la reputación fue tan valorada ni tan débil. El mismo tiempo en el que se desarrolla una campaña electoral en la que también vale casi todo para aniquilar al contrario. Parapetados en un mundo virtual, equipos más numerosos y organizados de lo que la mayoría imagina construyen biografías y destruyen trayectorias. Es la ambivalencia moral de un momento en el que muchos de nuestros líderes se dejan seducir por la capacidad de la tecnología para allanar su camino y al mismo tiempo se sienten indefensos cuando el fuego les alcanza. Y aunque digan lo contrario, ninguno intenta apagarlo. Como humanos primitivos, observan fascinados las llamas y sueñan con encontrar el secreto para manejarlas a su antojo. Víctimas y verdugos de un juego letal en el que los peones se sienten reyes. Otín, tal vez consciente de que solo en la forma adecuada un microorganismo sirve para inmunizarse, encontró en un ensayo escrito en solo 28 días un tratamiento de choque para sobrevivir. El problema de nuestros políticos es que en lugar de buscar la vacuna prefieren esparcir el virus sin preocuparse de las consecuencias. Por desgracia, todos las veremos.