Más de cuatro mil estudiantes asturianos se han sometido este año a la Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU). Días de insomnio, repasos apresurados y nerviosismo en los que se juegan su futuro. Por muy bueno que sea su expediente, siempre cabe la posibilidad de que un mal día deje su nota por debajo de sus sueños. Las estadísticas indican que la mayoría conseguirá su objetivo, más por su expediente académico que por el resultado del temido examen, que supone el 40% de la calificación. Pero nadie les quitará la zozobra. Y en los últimos años, el cabreo. Por los inabarcables contenidos de algunas materias como Historia o los exigentes criterios de corrección de otras asignaturas. Estos jóvenes, que viven lo que casi todo el mundo aún llama selectividad como el momento más decisivo de sus vidas, están convencidos de que en otras regiones algunos exámenes son mucho más fáciles. También tienen la impresión de que algunas autonomías tienen la manga más ancha con los errores. Por eso se quejan. Mucho. Hasta ahí, lo normal.
Lo extraño es que la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas responda a sus quejas, pero se limite a despacharles con la afirmación de que no existe ningún informe que demuestre la desigualdad en las pruebas. Según las autoridades académicas, las diferencias se deben a «condicionantes socioeconómicos». Un argumento con el que los responsables educativos se eximen de responsabilidad.
Lo sorprendente es que la ministra de Educación, lejos de quitarles la razón a los estudiantes, reconozca que se deberían modificar los criterios de evaluación porque «no es de recibo que una falta de ortografía te pueda suponer un suspenso en un lugar y en otro no». Isabel Celaá intuye que «hay determinadas posibilidades de mejora en términos de armonización en las fórmulas de corrección» de la EBAU. Aunque sobre las diferencias entre las pruebas, se limita a señalar que los datos de los que dispone su departamento no arrojan ninguna luz sobre esta cuestión.
Lo ilógico es que con estas declaraciones los responsables académicos y políticos coincidan en que el sistema «funciona». Sus propuestas de cambio se han limitado a proponer una comisión de coordinación para analizar si conviene armonizar los criterios de evaluación de las autonomías, lo que en un razonamiento simple solo dejaría dos conclusiones: o no se creen lo que dicen o los desvelos de la Administración por nuestros jóvenes llegan al punto de comprobar lo que consideran que está bien.
Lo increíble es que la principal razón para no abordar en profundidad las quejas sobre la selectividad, que no son más que los síntomas de dolencias mayores, sea «el alto nivel de satisfacción» de las familias, alumnos, universidades y centros educativos. Al menos, eso ha dicho la ministra. O sea, que tenemos lo que queremos. Y si algo falla, no lo duden, la culpa es del corrector.
Fotografía: Pablo Lorenzana