Gdansk ha escrito una historia de libertad con las cenizas de la tragedia. Devastada por el nazismo y estrangulada por el régimen soviético, esta ciudad polaca ha luchado durante un siglo por reconstruir su libertad sobre los escombros del totalitarismo. En ella nació Solidaridad, el movimiento obrero que venció al comunismo enfrentándose con palabras a los Kalashnikov. Méritos no le faltan para recibir el Premio Princesa de Asturias de la Concordia a la ciudad de la que son hijos Günter Grass, Klaus Kinski y Arthur Schopenhauer. En sus calles no se lucha ahora contra los tanques, sino contra la intolerancia. Una batalla que se extiende por toda la Europa occidental, que en el espejo de Gdansk puede recordar las razones por las que decidió borrar sus fronteras. Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, encontró en su ciudad natal argumentos de sobra para presentar su candidatura al galardón. «Es un símbolo histórico y actual de la lucha arriesgada por las libertades cívicas en un punto crucial donde el espíritu de Europa consigue renacer una y otra vez», reconoció el jurado. Las instituciones reivindican Gdansk como símbolo de una alianza amenazada por la fragmentación, la fractura social y la intransigencia. Gdansk es un mensaje de que el sueño europeo pervive. También del riesgo que supone la pasividad. La política, angustiada por el ‘Brexit’, los nacionalismos y la desigualdad, reivindica los valores que cimentaron una Europa anhelada por medio mundo y a ratos desencantada consigo misma.
Pero el mañana no se escribirá en Bruselas por más que los políticos se empeñen. Los cimientos de Europa se fraguan en las modestas instituciones municipales, en la política donde los ciudadanos ven a sus representantes cada día en la calle o perciben su ausencia, en las decisiones que mejoran su vida o la indiferencia con la que son recibidos sus problemas. Es la política municipal donde antes se perciben los síntomas de la intolerancia o la desigualdad, la que está más cerca para combatirlos. El porvenir de Europa, antes que en las solemnes manos de los eurodiputados, está en el trabajo cotidiano de los concejales que ayer tomaron posesión de sus cargos. No será Europa la que dicte el futuro de sus ciudades, sino todo lo contrario. Por eso, los alcaldes son tan importantes. Y es bueno que sus aspiraciones vayan mucho más allá de tramitar sus competencias con mayor o menor acierto, el papel al que en ocasiones intentan relegarles. La nueva alcaldesa de Gijón, Ana González, proclamó en su investidura estar dispuesta a «reinventar» su ciudad. El alcalde de Oviedo, Alfredo Canteli, ha prometido luchar por el Oviedo «que soñamos». Nada menos merecen sus ciudadanos. Más aún en estos momentos. Bueno sería que en los despachos más allá de Pajares compartieran su opinión. Ninguna ciudad encontrará su futuro en los homenajes a su pasado, sino en los proyectos que sus alcaldes puedan llevar a cabo.
Fotografía: Pablo Suárez