Margarita Salas ha sido despedida por las altas instituciones del Estado con todo el reconocimiento. Poco para lo que merecía. España entierra bien, aunque a veces trate mal a sus grandes figuras. Hace mucho que la mejor investigadora española del siglo XX estaba por encima de casi cualquier cosa. No por indiferencia, era tan humana como todos, sino porque a sus ochenta años, con la patente más valiosa de la historia del CSIC en su haber y toda una vida superando obstáculos, se había ganado el privilegio de ignorar las mezquindades cotidianas y hacer lo que realmente deseaba: continuar su trabajo en el Centro de Biología Molecular mientras tuviera fuerzas para ello. Lo consiguió. Y demostró, una vez más, cuánto se habían equivocado quienes pretendieron el imposible de jubilar su talento.
Como si la ignorancia nunca tuviera suficiente o tal vez porque Margarita siempre fue un paso por delante, esta bioquímica asturiana tuvo que luchar toda su vida contra la discriminación. En sus inicios, ante quienes no veían a las mujeres en un laboratorio más que para limpiar matraces. Si su talento y su capacidad de trabajo no hubieran superado lo extraordinario, si no hubiera tenido la valentía de dejar su país para trabajar en Estados Unidos, pocas oportunidades hubiera tenido en aquella España en blanco y negro apenas interesada en descubrir, por la ciencia infusa, el sustituto de la gasolina. Margarita Salas superó las carencias de un país poco interesado por la ciencia y los obstáculos añadidos a la mujer en un tiempo en España en el que ningún escolar hubiera dibujado una mujer con bata que no fuera una enfermera. Y a pesar de todo, al final de su vida, con casi todos los reconocimientos que merecía, sintió una nueva discriminación: la que sufren quienes se hacen mayores. Ella, que confiaba en las posibilidades de las científicas como para pedir que al menos nada se les quitara por el hecho de ser mujeres, aunque nada se les diera, batalló también hasta el final contra este último estereotipo.
Margarita Salas legó a la ciencia la Polimerasa Phi29, con tantas aplicaciones en la investigación con ADN que su potencial aún desafía a nuestra imaginación. Pero tan importante como sus investigaciones ha sido su ejemplo. Su contribución a que en España, un hábitat poco proclive a ello, florezcan nuevas margaritas. Científicas que tal vez afrontan algún prejuicio menos, pero padecen la falta de apoyo que Margarita conocía muy bien. En un país donde solo se idolatra a los científicos cuando ya no lo necesitan y en el que lo único que se les concede en abundancia son buenas palabras, el mejor homenaje que podrían hacerle a Margarita Salas, más que dedicarle unas cuantas calles, lo que tampoco sobraría, es que la investigación básica tenga el presupuesto suficiente para conseguir que la diáspora de la ciencia española tenga el fundamento de la ambición y no de la necesidad. Margarita Salas vivió lo bastante como para ver a otra asturiana, Rosa Menéndez, convertirse en la primera presidenta del CSIC. Pero no para dejar de preocuparse por el futuro de la investigación en este país, donde desde hace muchos años se la observa como a la alquimia, se la ensalza con pasión y se la relega cada vez que toca repartir el dinero.
Fotografía: José Ramón Ladra