La polémica es casi lo único que garantizan las normas sobre las retribuciones municipales. La legislación señala como una de las primeras responsabilidades de las corporaciones tras su toma de posesión establecer los sueldos y las dietas de los ediles. A partir de ahí, queda un amplio margen para que los partidos puedan contentarse y de paso asombrar o indignar a sus respetables votantes. La dadivosidad de algunos alcaldes consigo mismos llegó a tal punto que en 2013 el Gobierno decidió poner cierto orden en sus retribuciones a través de la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local. En un contexto de imprescindible austeridad y con la imagen de la clase política por los suelos, el Ministerio de Hacienda estableció topes salariales. Básicamente, en función de los habitantes de cada municipio. Con esta medida, el Ejecutivo central intentó borrar de un plumazo las vergonzosas nóminas de regidores que al cargo de poblaciones de medio pelo ganaban más que los funcionarios del Estado mejor pagados. Con la última subida para empleados públicos que les resulta aplicable, el sueldo de los alcaldes en poblaciones entre 150.000 y 300.000 habitantes no puede superar los 84.904,46 euros anuales, lo que equipara su sueldo con el del presidente del Gobierno. El salario de un ministro ronda lo que puede percibir el regidor de una ciudad que supere los 75.000 empadronados: 79.598,46 euros.
Con respeto a estos límites, el reparto de los sueldos en los ayuntamientos queda luego en manos de aspectos tan intangibles y controvertidos como la autoestima del alcalde, el criterio de ‘yo no vengo aquí a perder dinero’, el compadreo entre los partidos o las conveniencias de cada cual. Así que bajo un mismo techo municipal acaban por convivir concejales que no cobran un euro por su trabajo con otros que no merecerían ni un euro por lo poco que trabajan. Y en la comparativa entre ayuntamientos nos encontramos corporaciones en las que los gastos por asistencia a plenos apenas alcanzan para la gasolina y otras en las que con un par de sesiones plenarias, alguna que otra comisión y unas cuantas dietas los concejales ingresan el equivalente al salario mínimo sin renunciar a su empleo anterior. Con esta disparidad de retribuciones se entiende lo mismo la frustración de algunos ediles con amplias responsabilidades, pero a los que el tope salarial del alcalde y un presupuesto escuálido obligan a apretarse el cinturón, como la satisfacción de algunos grupos de oposición en las grandes ciudades, donde repartir el tiempo entre la actividad privada y la vida municipal puede resultar muy rentable. A pesar de ello, conviene evitar las falacias que florecen con facilidad en los debates sobre los sueldos públicos. Ningún alcalde de una gran ciudad se hará millonario, al menos con su nómina municipal, pero tampoco lo que cobran les autoriza a quejarse. Al margen de los pequeños municipios, donde la gestión pública exige en ocasiones el perfil de un cooperante, los salarios que los propios políticos se han fijado alcanzan, y sobran, para llegar a fin de mes. Superado cualquier riesgo de penuria, más que despistarnos con la demagogia habitual, lo mejor que puede hacer la clase política con su sueldo es convencer a los ciudadanos de que merece la pena pagárselo.