Quien esperase que el esperpento de los últimos tiempos hubiera tocado fondo, habrá perdido toda esperanza. La investidura fallida, que mantiene a España extenuada y en funciones, ha demostrado que la bulla se ha instalado en el Congreso, donde los debates de sus señorías inspiran más jácaras que crónicas parlamentarias. Más que el resultado de la votación, entristece el espectáculo. A la tribuna de oradores subieron las setas, los Rolex, la ambición y el chamarileo. Hubo momentos en los que más que un programa de gobierno, quienes tuvieron el temple de seguir los discursos pudieron asistir a un descarado regateo. Después de tres meses para negociar, el ‘quítame ahí un ministerio’ resultaba fuera de tiempo y de lugar. En la refriega, Pedro Sánchez se esforzó por mostrarse como un hombre de Estado, Pablo Iglesias por no parecer codicioso y el resto de los partidos, sencillamente, por representar su papel después de decidir que el desenlace de la votación era cosa de dos. El resultado fue un debate que solo sirvió para comprobar lo que ya se sabía: que el presidente en funciones no tiene el menor deseo de afrontar asuntos como la sentencia del ‘Procés’ con un gobierno partido por la mitad, que la dirección de Podemos continúa empeñada en ganar todas las partidas con un solo envite y que Ciudadanos y el Partido Popular están más preocupados por el futuro de sus líderes que de cualquier otra cosa.
El resultado de los 155 votos en contra y 67 abstenciones ha llevado al PSOE a decir que ahora ya no tiene interés en negociar un pacto de gobierno con el partido de Iglesias. Con unas encuestas que le auguran un buen resultado y el convencimiento de que sacrificar el Estado para conseguir un gobierno podría acabar con su buena estrella política, Pedro Sánchez se atreve a echar el resto y dejar que la oposición se cueza al calor de la presión. Una estrategia que no difiere mucho de la receta que el centroderecha pretende aplicarle. El mismo juego de los últimos tiempos, sin otros cálculos que los electorales ni mayor audacia que esperar el harakiri del adversario. Un camino peligroso, con bifurcaciones hacia el desprestigio, pero que los líderes políticos pueden recorrer en la confortable convicción de que nadie podrá acusarles de hacer algo. En esas están ellos mientras los ciudadanos, cabe suponer, continúan preocupándose por la ruptura territorial, las malas vibraciones de la economía, las infraestructuras que se eternizan, la España que se vacía y el castigo del desempleo. Las cuestiones que prometieron resolver con urgencia quienes ahora no parecen tener prisa y que alimentan, a derecha e izquierda, su descrédito.