Sucede con frecuencia que desde los despachos de Madrid se legisla para una España que empieza y termina en los diez kilómetros y medio de la calle de Alcalá. Desde esa perspectiva, solo caben dos alternativas: vivir en una ciudad de un millón de habitantes o en los páramos que se intuyen más allá del Guadarrama. Y cuando se legisla desde ese punto de vista, la realidad no encaja en el molde ni a martillazos. La organización de las salidas, que el Gobierno anunció primero en función del tamaño de los municipios y en la que luego incluyó a todo «ente» con menos de cinco mil habitantes, no fue más que el reflejo de esta frecuente limitación sensorial de la política madrileña. Después de marear a los alcaldes, el Gobierno marcó pauta. Unos municipios dictaron nuevas normas y otros adaptaron las ya anunciadas. Con o sin franjas horarias, mantener las todavía necesarias precauciones dependerá del sentido común de los alcaldes y de la responsabilidad de los ciudadanos, algo que hasta ahora no ha faltado y deberíamos hacer un esfuerzo por conservar. Aunque ayer echásemos a andar, el camino que nos queda es todavía tortuoso y duro. No es agradable decirlo, pero otra cosa sería faltar a la verdad o al respeto a quienes por desgracia ya no están con nosotros.