En el aguazal donde chapotea la política nacional en los últimos tiempos, ni siquiera la tesis de Nancy está libre de sospecha a estas alturas. Mientras muchos españoles gastaban sus ahorros y su tiempo en unos estudios que ni siquiera garantizaban una oportunidad, los partidos hicieron de la ‘titulitis’ una exigencia para escalar peldaños en el escalafón. La meritocracia interna exigía al menos un máster de lo que fuera para superar el rango de director general. Aquello de ‘estudios de’ ya no servía en un país que enarbolaba y en muchos casos enviaba al extranjero a los jóvenes mejor preparados de su historia. Sumados los diplomas a la militancia y aderezado todo con la adecuada apostura, la experiencia necesaria y las compañías idóneas, las posibilidades de hacer carrera política se disparaban. Todo hay que decirlo, la competencia más cualificada no solía disputar un puesto en unas listas en las que ni siquiera el triunfo garantizaba la continuidad. Una buena ristra de condecoraciones académicas ha servido tanto de argumento de solvencia intelectual como de prueba del altruismo de quien se dedica a la cosa pública pudiendo ganar más dinero en otra parte. Cosa distinta era la realidad. Poco sorprende comprobar que algún que otro máster decora más que capacita. Otra cuestión es dónde y cómo se consigue. Si es con prebendas y a costa de universidades financiadas con dinero público como mínimo resulta una vergüenza. Y aunque durante mucho tiempo no pareció importarle a nadie, la decencia que los políticos prometieron como antídoto contra la corrupción ha terminado por sepultar a algunos en sus propias palabras.
No es que la desfachatez haya aumentado, sino que el aguante de la sociedad española ha sido puesto a prueba con demasiada insistencia. Es el tiempo que les ha tocado vivir a nuestros dirigentes, en gran medida el que ellos mismos han cimentado. El de una segunda transición, aún incierta, que tiene en común con la anterior un deseo de cambio del que intentan conseguir rédito viejas y nuevas siglas, el cuestionamiento de lo institucional, la multiplicación de propuestas que abarcan desde la involución al rupturismo y una incertidumbre que parece impregnar todos los ámbitos. Y como toda época, necesita líderes a su altura. Aunque no lo parezca, eso lo tienen claro nuestros dirigentes, tanto como que la mayoría de ellos se quedarán en la cuneta durante esta maratón hacia el futuro. Por eso, avanzan por el camino del casi todo vale en busca de la supervivencia.
La exhaustiva revisión de másteres y tesis es el último recurso que han encontrado en esta prueba de eliminación. Bien estará si consiguen que al menos en los centros que se financian con el dinero público, un título, sirva para poco o mucho, le cueste lo mismo a los ahijados políticos que a quienes necesitan pedir un préstamo para pagarse la matrícula. La educación mejorará y el prestigio de la Universidad española, castigado por generalizaciones injustas y verdades a medias, logrará una cierta reparación. El resto de los problemas que deberían dedicarse a resolver, muchos y serios, no encontrarán solución en esta purga de currículums. En democracia, solo existe una opción para acabar con la desazón que produce estancarse o el desasosiego ante las dificultades que dibujan el horizonte resulta insoportable. Nuestros políticos lo saben, pero están muy ocupados en liquidarse.